
La burbuja de las puntocom 2.0 estalló en 2019 a raíz del caso de WeWork. La caída en picado del valor de las empresas unicornio por excelencia como WeWork o Uber provocó cautela entre los inversores de Silicon Valley.
El unicornio es un caballo mitológico y mágico que destaca por tener un cuerno en la frente. Ha sido protagonista de numerosas historias y leyendas, y en el siglo XXI, en el mundo empresarial, se utiliza para denominar a cualquier start-up que alcanza una valoración inicial de 1.000 millones de dólares antes de tener presencia en bolsa. Tras la euforia colectiva, las más de 300 empresas unicornio que existen en el mundo pasan a examen. Sin ir más lejos, Uber, la compañía de transporte privado estadounidense, que en mayo estaba valorada en 82.000 millones de dólares, acababa el año en 32.000.
“Hemos estado en medio de una fiesta alegre que ha durado cinco años y ahora alguien ha encendido la luz”, cuenta el fundador de la empresa inversora Ahoy Capital Chris Douvos, en The Wall Street Journal. Confiesa también que en Silicon Valley los inversores están aprendiendo a analizar mejor el mercado y decidir en qué se invierte y en qué no. Acuerdos que se habrían cerrado en una o dos semanas, ahora tardan como mínimo un mes. Adam J.Epstein, asesor de CEO y juntas directivas cuenta que la empresa que antes del desastre de WeWork tuviera pensado recaudar entre 80 y 100 millones de dólares en ronda de inversores, ahora tiene que plantearse que no pasará de los 20 ó 30 millones de dólares.
Quizá Aileen Lee, la inversora que acuñó el término unicornio en 2013, no dio importancia a que los unicornios no existieran, igual que muchas de las empresas que se denominan como tal que son, en realidad, cortinas de humo. Este es el caso de The We Company, matriz de la multinacional de alquiler de oficinas y espacios de coworking conocida como WeWork, que se creó en 2010.
¿Cómo hacer atractivo el viejo negocio de alquilar oficinas? Creando una historia en torno a éste. Es lo que hizo Adam Neumann, creador y (desde septiembre) exdirector operativo de WeWork. Neumann y su mujer, Rebekah, que en un viaje corporativo dio una charla en la que decía que el papel de las mujeres como ella era “ayudar a sus maridos a manifestar su propósito vital”, siempre hablaban de WeWork como una empresa tecnológica de coworking. Por sus orígenes israelíes crearon WeWork con la intención de convertirla en un kibutz 2.0: un espacio donde sentir que formas parte de una comunidad con un líder, Neumann, convencido de que su propósito vital es “elevar la consciencia global”. El fundador de WeWork creció en un kibutz (una comuna agrícola) en Israel, y quería que WeWork fuera un especie de comunidad capitalista donde la gente no solo se ganara la vida, sino que tuvieran una vida dentro.
En el podcast de The Daily, en el episodio titulado “The Spectacular Rise and Fall of WeWork”, cuentan cómo no solo Neumann vendió una visión utópica de WeWork, sinó que estaba seguro de que había nacido para hacer grandes cosas. Neumann estuvo convencido, durante una temporada, de que –aparte de ser el CEO de WeWork, el “kibutz capitalista”- sería el que ayudaría a Jared Kushner a establecer un proceso de paz en el conflicto israelí-palestino. En realidad, lo único que consiguió fue que personas que no parecían para nada de tequila, como el mismo Kushner, “tomaran tragos de tequila a las 9 de la mañana mientras estaban buscando propiedades inmobiliarias en Filadelfia”, contaron en The Daily.
Hasta septiembre de este año la narrativa de WeWork “construyendo un mundo mejor” les funcionó. No obstante, cuando la compañía se preparaba para su salida a bolsa, con un dossier en el que contaban que ofrecían “acceso flexible a espacios bonitos, cultura de inclusividad y la energía de una comunidad inspirada”, el caos en el que estaba sumida salió a la luz.
En Wall Street hicieron números y vieron que una empresa inmobiliaria, que no tecnológica, es improbable que pueda estar valorada en 47.000 millones de dólares antes de salir a bolsa. Para permitir que el unicornio de WeWork siguiera galopando, el conglomerado japonés SoftBank se hizo entonces con el control del 80% de las acciones de WeWork, llegó a un acuerdo con Neumann en el que le obligaban a dejar el cargo de director de WeWork e inyectó 10.000 millones de dólares a la empresa, que no tuvo previsiones de salir en bolsa y sufrió pérdidas de 1.250 millones. Adam Neumann, además, fue demandado por los accionistas minoritarios de la empresa de coworking por incumplimiento de sus deberes fiduciarios, contó Reuters.
Con este ejercicio, WeWork, se devaluó casi 40.000 millones de dólares y el nuevo presidente ejecutivo, Marcelo Claure, anunció a los trabajadores que se procedería a una reestructuración de la empresa. Para crear una organización “más eficiente”, decía en un comunicado. Eficiencia de la que WeWork ha hecho siempre bandera y que ahora a finales de año se cobró a 1 de cada 5 trabajadores. Lo que significa, por el carácter global de la empresa, aproximadamente 2.400 empleados menos en todo el mundo.
Son muchos los que ahora se preguntan cuál fue el motivo principal que hizo fallar a WeWork. El Wall Street Journal destapó un esquema que iluminaba algunas de estas preguntas: WeWork era una empresa que seguía un esquema de Ponzi, una manera fraudulenta de generar ingresos. La estrategia consiste en seguir un sistema piramidal, un sistema en el cual para repartir beneficios es imprescindible que los participantes (en este caso, los inversores) capten a más participantes con el objetivo de que estos sean los que generen beneficios a los participantes iniciales. La clave está en cómo Neumann operaba, compraba oficinas que luego alquilaba a su propia compañía. Hasta registró The We Company y la vendió a WeWork por 5,4 millones de dólares. Esos millones fueron reinvertidos en la empresa, pero en ese momento, entre los empleados de WeWork, saltaron definitivamente las alarmas que cuestionaban la sensatez de Neumann.
Las paredes de los espacios de coworking también prometían “cosas locas”. Cualquiera que visite alguna de las oficinas podrá ver frases motivadoras del tipo: “No pares cuando estés cansado, hazlo cuando hayas acabado”. Además, WeWork no es solo un caso de debacle empresarial, también lo es de lo que la periodista Erin Griffith llama “workaholismo performativo”. Una tendencia al alza que se expresa en redes sociales, en la que constantemente se muestra lo mucho que se está trabajando y lo genial que es que sea lunes, con expresiones como por ejemplo “Thank God It’s Monday” (Gracias a Dios que es lunes), abreviado como TGIM y con un hashtag delante preparado para inundar la red.
El filósofo Byung-Chul Han escribe que “hoy en día nos explotamos a nosotros mismos y pensamos que nos estamos realizando”. Algo así pasaba en las oficinas de WeWork, donde había reuniones en domingo, se lloraba en los baños sin que Neumann lo viera, los plazos de tiempo (muy cortos) nunca se cumplían, y se hacían bromas de “estar trabajando como esclavos”, según han contado algunos empleados a Vanity Fair. Hasta compararon la gestión de Neumann con la de Trump en la Administración: “La situación hacía parecer que la Casa Blanca era un cuento de hadas”, sentenciaron.
WeWork no sólo se aprovechó de la ingenuidad de los inversores para construir una imagen de empresa poderosa, también lo hizo con el entusiasmo de sus trabajadores.
Derek Thompson, periodista en The Atlantic escribió que es probable que los historiadores recuerden el comienzo del siglo XXI “como un período en el que las mentes más inteligentes del país más rico del mundo hundieron su talento, tiempo y capital en una banda estrecha de esfuerzo humano: la tecnología digital. Sus esfuerzos nos han brindado acceso sin fricciones a los medios, la información, los bienes de consumo y los chóferes. Pero el software apenas ha rehecho el mundo físico. Nos prometieron una revolución industrial. Lo que obtuvimos fue una revolución en la comodidad del consumidor”.
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